«Benito Juárez o Walt Disney»
Por Stephen Crane
Nada impide que México sea irremisiblemente kafkiano, surrealista, caricaturesco. Somos un país roto, fracasado, grandiosamente pequeño, desde que comenzó el presidencialismo en 1929.
Donde lo único que da un sólido sentimiento de pertenencia son los pueblos originarios. Son los únicos auténticos en esta nación que ahoga el mestizaje. Ni bandera ni himno nacional: son hijos de la mentira. Y por cierto, en la historia no oficial, los héroes son villanos y los villanos son héroes.
El mundo al revés.
Ahora aderezado de furibundo populismo.
Pese a ser la economía número 12 entre más de 200 países del mundo, su crecimiento económico, desde diciembre de 2018, es impensable, pírrico: menos de 1 por ciento. Y ocurre en buena medida por sus bajos niveles educativos -educación básica- y falta de desarrollo en ciencia y tecnología. Y la inversión interna y externa se desincentivó a raíz de la reciente reforma al Poder Judicial. Amén de que su hábito de lectura es menor al 4% de la población. Somos lo que leemos.
¿Y si no leemos?
Por eso, entre otras cosas, somos fáciles de manipular, engañar, engatusar. Tampoco sabemos pensar. Nos dejamos llevar por sentimientos acorazados de abyecta piedad, bondad, compasión, misericordia.
«Primero los pobres», arenga el falsario discurso oficial. Aunque quienes lo encabezan sean definidos con un eufemismo: “mirreyes”. También conocida como “la izquierda caviar”. Y la Presidente vive en un fastuoso palacio.
Nos encaminamos a otro sótano de oscura incertidumbre, gracias a la entelequia de la Cuarta Transformación.
Es irrelevante si las estatuas del endemoniado dúo, Fidel Castro y Che Guevara -santificado por el pensamiento de Carlos Marx, por cierto, cuyo libro, el Capital, tiene más de 500 erratas- fueron asesinos o no. Ambos llevaron a Cuba a una inenarrable tiranía socialista, luego de que los hombres barbados encabezaron el triunfo de la Revolución Cubana en 1959.
Y que, con el paso de los años, se ha decantado en un doloroso éxodo: más de un millón de cubanos emigraron en diversas oleadas, debido a la represión política y la inconmensurable desilusión con la vida en la isla.
No sabe, hasta el momento, que haya una invasión masiva foránea, ansiosa de vivir en la cárcel acuosa que representa la nación caribeña. Los zurdos saben que en el capitalismo viven casi en el paraíso, y están conscientes que, si habitan en el socialismo, descienden a un acendrado averno.
Mientras, miles de migrantes llegan de regiones impensables, ignotas, de todo el mundo, en pos de una quimera, pese a las medidas kukluxklanescas de Donald Trump: el american dream. Curioso que haya cerca de 40 millones de mexicanos, legales e ilegales, bajo la negra sombra del Tío Sam, en el país Cara Pálida. Un número similar de compatriotas debiera haber en Cuba, si es real su romance con el socialismo.
Después de la encendida indignación popular por el retiro de las estatuas de Fidel y El Che, tampoco importa cómo se agarraron del chongo sus simpatizantes y detractores por el tema de las aceradas efigies de ambos personajes, retiradas de un jardín de la alcaldía Cuauhtémoc de la ciudad de México. Izquierda y derecha, ansiosas de imponer su ideología.
Mas, cuando todos pensamos igual, es que no pensamos. Importa la tolerancia.
Insusa polémica a la que se sumó, incluso, la presidente Claudia Sheinbaum Pardo, heroica heredera de la impostada izquierda de Andrés Manuel López Obrador, en el sexenio pasado.
Este fenómeno social ocurre, en buena medida, gracias a una encendida polarización social, desde el poder, donde los pobres son buenos, casi santos -llamados mascotas, solovinos, chairos-, y los ricos -incluidos aspiracionistas, pobres y clasemedieros-, considerados apátridas, conservadores, fifis, derechangos: encarnan al demonio.
Somos un país de héroes y villanos donde no hay término medio.
La confrontación y el miedo como una forma de recurso político -control desde el poder-. Para intentar perpetuarse en él, característico de los regímenes autoritarios; sean de derecha o izquierda.
Mientras, unos y otros, se desgarran las vestiduras y cortan las venas con hojas de lechuga, con un fanatismo troglodita, Sinaloa está a punto de cruzar el dintel de la narcoviolencia, hace casi un año, que navega en un mar de inseguridad, muerte, desamparo, cierre de empresas y negocios…
¡Y toooooodooooooo seeeeeeeereeeeeeenoooooo!
Advierto -siendo sincero- que he abrevado de los dos pensamientos. Por eso me defino, con sorna, Ficha, en redes sociales: fifi y chairo. Como estudiante de la primera generación del Colegio de Ciencias Humanidades, generación 1971-73, recibí una feroz ideologicacion marxista-leninista, donde teníamos al mayor monstruo de Frankenstein: Estados Unidos, el Tío Sam -policía del mundo-.
Ocurrió algo similar en 1985, como becario del Instituto Internacional de Periodismo José Martí, en La Habana Cuba, en el último cuatrimestre de ese año. Nadé en la entraña de una nación quebrantada, fracturada, sepultada por la invitación al suicidio colectivo desde una arenga troglodita: patria o muerte.
Ahí prima la masa, el pueblo, por encima del individuo. Está prohibido el yo: el supuesto bien común. Y donde el satánico engendro es el mismo: Estados Unidos.
A partir de esa experiencia mudé mi filia izquierdista. Durante 120 días, viví y padecí la miseria de un pueblo sojuzgado, de hinojos, petrificado por el socialismo siempre retardatario. Entre otras cosas, por el rabioso racionamiento de comida, que se agudizó después de 1989, con la caída del Muro de Berlín -que decantó la atomización de la URSS- y la feroz censura de la prensa desde 1959.
Ahí solo hay una voz: la del gobierno y se replica en prensa escrita, radio y televisión. Todos propiedad del Estado. No hay lugar para el disenso.
«Con la revolución todo, contra la revolución nada», era otra proclama kamikaze.
Si bien su cultura era, debe seguir siéndolo, basta, envidiable, solo podían tener acceso a la literatura autorizada por el régimen. Ya que ya que cualquier manifestación anticomunista o antisoviética era motivo suficiente para no ser tomado en cuenta por las editoriales: censura vil.
Entre los libros prohibidos, destacan: «Nosotros» (1920), de Yevgueni Zamiatin; «1984» (1949), de George Orwell; «La gran estafa: la penetración del Kremlin en Latinoamérica», (1951) de Eudocio Ravines; «El doctor Zhivago» (1957), de Borís Pasternak; «El vértigo» (1967), de Eugenia Ginzburg; «Archipiélago Gulag» (1973), Aleksandr Solzhenitsyn; «El poder de los sin poder» (1979), de Václav Havel; «La insoportable levedad del ser» (1984), de Milán Kundera; Obra poética de Anna Ajmátova.
Pese a su intenso romance con el régimen castrista, una de las obras de Gabriel García Márquez, también se fue a las mazmorras de la prohibición: El Otoño del Patriarca. Es una novela que explora la patética vida de un dictador latinoamericano ficticio, un personaje arquetípico de la soledad del poder y la decadencia, que se tomó como alusión a Fidel. La obra, finalmente, fue publicada en 1975.
Tras esa agridulce experiencia, hace 40 años, me nació en el alma un incómodo aforismo, cincelado en el mármol negro del corazón: en el socialismo, la dictadura del proletariado la impone la burguesía: el buró político del Partido Comunista.
Algo similar sucede en México, con el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena): es la izquierda fifi.
Supe como becario, en La Habana, que era secreto a voces un lapidario comentario de Fidel Castro, que corría en los sótanos del poder de la isla: los mexicanos conocen más de Walt Disney que de Benito Juárez.
Y sí: somos un país caricaturesco, bufonesco, circense, desde que llegó López Obrador al poder.
Si los españoles no nos hubieran descubierto, dice la conseja popular, seguramente, seríamos creación de Walt Disney.
Y oh, paradoja: hace dos años la empresa Disney pretende hacer una película animada sobre Benito Juárez
En realidad esa caricaturesca frase fue del célebre José Vasconcelos, destacado intelectual, filósofo, educador y político mexicano. Y que, en su pasó por México, Fidel Castro, seguramente, la incorporó a su agudo pensamiento.
Poco se sabe de la oscura historia del llamado Malamérito de las Américas. Quien quiera asomarse a ella, para quitarse la piel del falso patrioterismo, recomiendo a Juan Miguel Zunzunegui. Es uno de los pocos que hace una descarnada, irreverente, desmitificación de la historia oficial.
Se encuentra en redes sociales.
Cuando preguntaba a los amigos cubanos, de La Habana, por qué no había homosexuales en las calles, respondían, desencajados: estaban encarcelados o en psiquiátricos, en rehabilitación.
Porque Fidel -y en su momento Che-, consideraba que cualquiera que no fuera heterosexual -hombre o mujer- estaba «enfermo» y había que “curarlos”. Rehabiitarlos, era el eufemismo. Y eso que Ernesto Guevara era médico.
Otra paradoja: entre la comunidad gay, alrededor del mundo, hay quienes, ufanos, portan playeras con la imagen del revolucionario argentino
Por lo pronto pondré un altar a Walt Disney.
Para evitar que nos inventen como nación.